Hace algo más de cuatro años, en un artículo publicado en este mismo periódico y que llevaba por título El género no marcado traté de explicar, con el talante más pedagógico de que fui capaz, que en español, lo mismo que en otras lenguas, el género masculino —entendida aquí la voz “género” en términos gramaticales y no sexuales— tenía la peculiaridad de funcionar como género “no marcado” o género “por defecto”, lo que lo habilitaba para acoger referencialmente y por igual a individuos de —ahora sí— ambos sexos, masculino y femenino.
En un pasaje de aquel artículo acudí al bien conocido recurso dialéctico de la reducción al absurdo cuando planteé con guasa —pues creo en la eficacia disuasoria del humor— la muy imaginativa posibilidad de que los quinientos millones de hispanohablantes nos reuniéramos en asamblea para decidir que, tras diez siglos de prevalencia masculinista, le tocaba ahora al femenino ser el género no marcado; con el compromiso, eso sí, de que una nueva asamblea otros diez siglos posterior —concurridísima: acaso ya con miles de millones de asistentes— estableciera haberle llegado de nuevo el turno al masculino. And so on.
EL PAÍS. Martes 6 de septiembre de 2016