Treinta y cinco años después asistimos a un proceso similar. Otro joven Rey Borbón empieza a ser percibido como la garantía de la democracia frente al golpismo. Si Juan Carlos fue blanco de la extrema derecha golpista, Felipe lo es hoy del golpismo de signo separatista. Como entonces, los nuevos reaccionarios no atacan a la persona del Rey. Poco les importan su preparación, su prudencia o sus esfuerzos por desvincularse del cuñado, de Corina y de la corrupción. Lo que atacan es el suelo democrático que lo sustenta: la voluntad soberana de los españoles, que en 1978 votaron libres e iguales su Constitución y aceptaron la monarquía parlamentaria como forma política del Estado.
Las agresiones al Rey se han convertido en una rutina en Cataluña. En el último año, decenas de ayuntamientos catalanes han declarado a Felipe VI persona non grata a instancias de ERC y la CUP. La aburguesada Sitges lo hizo incluso con el voto favorable de una coalición que incluye al PSC. Durante la Diada. En happenings callejeros. En municipios grandes y pequeños. En el embrutecido Pleno del Ayuntamiento de Barcelona. En sesiones del Parlamento. Entre consignas a favor de la libertad de los países catalanes (sic) y para acabar con el franquismo emboscado (sic) en la Constitución. Contra el código penal, las reiteradas advertencias judiciales y hasta una sentencia del Tribunal Constitucional… La foto del Rey se ha convertido en el objetivo fetiche del separatismo. La colocas boca abajo, enciendes un mechero y ya: cobertura mediática garantizada. Y, con ella, la medalla de la tribu.
Los ataques a la Corona han tensado -no roto- las relaciones entre los protagonistas del proceso secesionista. La distinción entre el nihilismo de la CUP y un separatismo susceptible de reconducción con cariño y dinero es otra fantasía madrileña. El que legitima la piromanía antisistema de los Gabriel y Garganté es el nacionalismo del establishment. El de traje y corbata. El que predica e incluso se instala en el Palace. El que reclama diálogo mientras trama la insumisión. Dos ejemplos. La segunda toma de posesión de Artur Mas, el 24 de diciembre de 2012, cuando ocultó el retrato del Rey Juan Carlos bajo un telón de terciopelo funerario. Y la reciente decisión de Puigdemont de relegar el discurso navideño de Felipe VI al clandestino canal 3/24. Arzalluz ejercía de padrino viejo de «los chicos de la gasolina»; Puigdemont, de la muchachada del mechero.
Los que se alzan contra Felipe VI en nombre de los principios que el nacionalismo agrede de manera sistemática: la libertad del individuo frente al mito totalitario, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y la empecinada fraternidad de los españoles. Frente a los nuevos reaccionarios, la democracia coronada.
EL MUNDO. Martes 27 de diciembre de 2016