La idea de las formas políticas corruptas proviene de Aristóteles. A las formas políticas puras, es decir, la monarquía (gobierno de uno), la aristocracia (de una élite) y la democracia (del pueblo), el clásico griego oponía las formas corruptas como degradación de las puras: tiranía, oligarquía y demagogia, respectivamente. Hoy en día, aunque la realidad ha cambiado mucho, nuestras democracias contemporáneas pueden degenerar, entre otras formas corruptas, en partitocracia y en populismo, no muy alejadas de las ideas de oligarquía y demagogia de las que hablaba Aristóteles.
La partitocracia desvirtúa la división de poderes porque los concentra en los grandes partidos mayoritarios e impide la función de control entre los distintos órganos estatales. Como hemos visto, los partidos políticos son un efecto inevitable del principio pluralista. Hoy la democracia es una democracia de partidos, no de individuos aislados. Pero esta legítima democracia de partidos se convierte en partitocracia cuando uno o varios de entre de ellos, desde luego los más importantes, se ponen de acuerdo para ejercer un poder trasversal que se apodera de los distintos órganos del Estado e impide la posibilidad de controlarse mutuamente. La garantía para el buen funcionamiento democrático que supone la división de poderes queda desactivada. Falla un principio esencial de la democracia.
EL PAÍS. Domingo, 15 de enero de 2017