La consulta del 9-N -con sus urnas, su recuento y su fanfarria mediática- tuvo lugar porque el presidente Rajoy no quiso impedirla. El jueves 6, el entonces fiscal general, Eduardo Torres-Dulce, transmitió al Gobierno su intención de querellarse contra Mas & Co. La respuesta fue: «Nuestra opinión es negativa». Hasta el sábado, el Gobierno se dedicó a las turbias negociaciones clandestinas -ya entonces detalladas por Francesc Homs a su entorno- y la averiada pedagogía del pragmatismo: «No vayamos a incendiar Cataluña». El sábado, ante el espectáculo de la ilegalidad en marcha, el Gobierno entró en pánico. Pero ya era tarde. Para paralizar las urnas y para mandar al Fiscal. De la sugerencia de no intervenir, se pasó a la petición de intervenir, que luego se volvió a rectificar, para desembocar en una histérica exigencia de intervención inmediata… hasta la dimisión de Torres-Dulce.
Como un eco, llegó la voz de la vicepresidenta, Sáenz de Santamaría: «La respuesta del Estado volverá a ser la misma». Por favor, no.
EL MUNDO. Lunes 10 de octubre de 2016